Todos somos peatones

 Todos somos peatones

Juan vivía en un conjunto de departamentos sobre una avenida, que quedaban en la esquina de una calle vecinal. La cochera en la que guardaba su Nissan X-Trail color plata modelo 2004, estaba sobre la avenida y le frustraba el hecho de verse obligado a manejar sobre esa avenida una cuadra más y hacer el retorno para ir en dirección a su trabajo. Probablemente le parecía un minuto desperdiciado de su vida hacer esa maniobra. Entonces tuvo la idea que le pareció brillante. Como pese a ser una avenida era una vía de poco tráfico, él sacaba su camioneta de la cochera, esperaba a que no viniera nadie y arrancaba en reversa hasta alcanzar la calle vecinal anterior, unos 30 metros atrás. Entonces entraba de reversa en esa calle -lo que lo hacia ponerse en sentido contrario- y ahí, aceleraba para cruzar la avenida y finalmente dejar de cometer infracciones al usar ya el sentido correcto para llegar a su destino. Lo hizo por meses, luego años. Nunca pasó nada. Ni una infracción de tránsito, ni un accidente. Lo máximo era la cara de reprobación de uno que otro vecino, cosa que no le importaba lo más mínimo. Nunca pasaba nada. Hasta que pasó. Y cambió su vida para siempre.
Era una hermosa mañana de miércoles. El cielo lucía un azul especialmente brillante y claro, casi como si no hubiera contaminación. La temperatura de 20 grados era más que agradable, invitaba a salir al parque, a caminar, a disfrutar de la vida. Pero Juan tenía que trabajar, como todos nosotros. Se despidió de la esposa con un beso automático en la mejilla izquierda. Depositó otro beso, mucho más cariñoso, en el frente de su hija Julia, de 5 años de edad, que ya estaba vestida y lista para caminar con su madre al colegio que convenientemente se ubicaba a tres cuadras. Entonces Juan bajó las escaleras del departamento sin saber que era la última vez que lo hacía.
¿Destino?
Al llegar a la camioneta, Juan abrió la cajuela, puso en ella la mochila que cargaba su computadora y cerró la tapa. Abrió la puerta trasera y puso el saco doblado de lado sobre el asiento posterior. Subió finalmente al asiento del piloto, giró la llave, puso de mala gana el cinturón de seguridad - lo que hacía solo porque ya había sido multado tres veces antes por no traerlo - y empezó su ritual de infracciones matutinas.
Sacó la camioneta a la a avenida, la puso paralela a la banqueta de su departamento, miró por el retrovisor esperando el momento en que no vinieran autos. Cuando sintió que era seguro hacerlo, aceleró fuerte en reversa. A su cerebro le costó trabajo entender lo que pasó en ese momento. Pensó haber escuchado a alguien, tal vez una mujer, gritar su nombre en tono de horror. También tuvo la impresión de que golpeó a algo, mejor dicho, pasó por arriba de algo. Frenó la camioneta, abrió la puerta, vio a varias personas saliendo como de la nada en su dirección y hasta el final pudo ver el cuerpo inerte de Julia debajo de su camioneta.
Juan entró en estado catártico. No sintió los golpes de su mujer en su pecho gritando “asesino”. No se dio cuenta de cuándo lo llevaron a la cárcel. Probablemente no le haya ni siquiera importado tanto los seis años de prisión que le fueron imputados. Hasta el resto de sus días, lo único en que pudo pensar Juan fue que un peatón, antes de cruzar una calle, principalmente una avenida, solo mira hacia el sentido desde donde vienen los autos. Él lo sabía, aunque no le importara. Fue necesario haber matado a quien más quería en el mundo para entender que un auto puede ser un arma mortal, cuyo poder de fuego se amplifica cuando es conducido con imprudencia y que todos, hasta él, hasta su querida hija, eventualmente somos peatones.

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